sábado, 20 de enero de 2007

EL INCENDIO


Una noche mamá nos despertó alarmada.
—¡Se quema la casa! ¡Se quema la casa! —gritaba.
Tenía un claro paisaje de terror en el rostro.
Yo, al ver la mano macabra de la llamarada
no le di importancia y me eché a dormir de nuevo.
Aquello, no era tan grave.
A diario, la lengua endemoniada de mi padre
desataba peores infiernos.

EL DESTIERRO


Guardé mis sueños y la corbata favorita en una caja de zapatos.
Doblé el consejo de mi abuelo junto a retazos capitulados de mi vida adolescente.
Mi corazón palpitaba de coraje, libertad, miedo.
Un gesto indiferente quedó tras una puerta.
Y frente a mí:
la boca de un monstruo se abría para devorarme.

MI CUERPO, ESA CASA QUE...


Cierta vez me di cuenta que mi casa también era mi cuerpo.
Y tiene puertas y ventanas por donde uno sale o escapa
—según el caso— de la mejor manera o como mejor convenga.

En esta casa que ostento y llevo a donde quiera
me di cuenta, también, que clausuré toda salida, todo acceso.

Adentro quedó un pájaro con alas rotas.

Afuera, sin llave, quedó un niño en la oscuridad de un bosque.
A la casa, olvidó el camino de regreso.